Pocas cosas han marcado tanto mi concepto de mí misma como la posibilidad de cometer un error.
He sido siempre una persona con una muy baja tolerancia al fracaso.
Y después de haber crecido con la idea de que era la alumna perfecta y la hija perfecta porque todo lo hacía bien y no daba un ruido, resulta que mi concepto de mí misma era frágil.
Sumamente frágil.
Ridículamente inestable.
Porque pensaba de verdad que yo no podía cometer errores.
Y por eso durante gran parte de mi post-adolescencia “tiré millas” con las decisiones que había tomado.
Había que ser consecuente con esas decisiones, y había que llevarlas hasta el final.
Y no es que yo fuera especialmente orgullosa.
Es que simplemente dar la vuelta no era una posibilidad. No era capaz de concebirlo.
Y entonces tomé malas decisiones.
Y tuve que aprender a desandar.
Las sigo tomando hoy en día, obviamente. Pero las gestiono de otra manera.
Así:
Fallamos cuando…
… hacemos un montón de cosas.
La ansiedad ha estado presente en mi vida desde los ocho años por distintas razones, pero una de ellas es esta.
Cuando la vida me enseñó que podía meter la pata, durante unos años la anticipación del error me generaba un desasosiego intolerable.
Quizá conozcas a alguien a quien le pase lo mismo.
Que tema tanto cometer un error que no se lance nunca.
¿Te suena?
También tememos los fallos cuando los cometemos. Y los tememos con sus efectos reales, objetivos, y con toda la serie de efectos añadidos que percibimos.
Tememos los fallos cuando imaginamos respuestas perfectas a conversaciones… que ya han terminado.
Como cuando le das vueltas a aquella situación incómoda y piensas qué le tenías que haber dicho a tu jefe.
Ahora las palabras se te agolpan, ¿verdad?
Porque entonces callaste.
Los fallos nos asaltan también después de haber metido la pata. Como cuando siempre que haces x cosa recuerdas aquella vez que te salió mal.
Pues mira, resulta que también eso tiene su explicación psicológica.
El sesgo de negatividad
¿Te has imaginado cómo sería vivir los errores sin una pizca de negatividad?
Sin tener que repetirte la narrativa de que “errar es aprender” para no sentirte mal contigo mismo.
“El mejor escribiente hace un borrón”. Es una frase muy de mi padre.
¿Cómo sería vivir metiendo la pata sin ahogarse?
Para los casi-patológicamente-perfeccionistas-como-yo, experimentar el error sin una dosis desorbitada de culpa requiere trabajo.
Y parte de mi trabajo ha sido conocer y estudiar nuestros sesgos.
¿Por qué me siento peor cuando no voy a entrenar y miro que me falta una cruz en el calendario,y no me siento “igualmente” mejor por cada día que sí voy?
Porque estamos marcados por un sesgo de negatividad.
Eso, desde la perspectiva de la psicología evolutiva, claro. Estamos diseñados para que las cosas negativas capten más nuestra atención que las positivas porque eran potenciales amenazas a nuestra supervivencia y nuestro éxito reproductivo.
Pero también es algo cultural.
La culpa tiene modulaciones diferentes entre las distintas culturas, y es un concepto estrechamente relacionado con el tiempo.
Quien entienda -como los griegos- que el tiempo es circular, entonces no dará mucha importancia a haber perdido un día de entrenamiento.
Sabe de sobra, como decían Marco Aurelio y Epicteto, que errar es nuestra esencia. Y que mañana será otro día.
Pero para los que piensan que el tiempo es lineal, y que al final tienen que rendir cuentas (en lugar de rendirlas de forma continua), la percepción del error es diferente.
Temen el momento de la verdad. Es… más definitivo.
Y no te cuento ya si tienen un montón de sacramentos específicamente diseñados alrededor de la culpa.
(No, esto no es una crítica al catolicismo, solo una exposición mundana y sin ánimo de exhaustividad de cómo funciona la culpa en nuestra herencia cultural judeocristiana)
Así que por un lado estamos programados para percibir más lo negativo,y por lo otro vivimos en una cultura que potencia la culpa y el perdón (de otros) por encima de muchas otras cosas.
Ya no digamos si nos ponemos a pensarlo desde el punto de vista del éxito social. Meter la pata con frecuencia no es que nos dé prestigio, precisamente, ¿no crees?
Así que lo tenemos difícil cuando se trata de meter la pata.
Nuestra definición del error es un error en sí mismo
Hace tiempo leía sobre la distinción entre juegos finitos e infinitos. Por lo visto el concepto original es de James Carse, un teólogo que escribió en 1986 un libro bajo este título.
(No, no he leído el libro, solo he leído sobre él).
Los juegos finitos son aquellos con principio y final. Y con ganador definido, normalmente.
Los juegos infinitos son aquellos en los que “ganar” es solo un estado temporal.
Por ejemplo, la vida.
Cuando te mueres no ganas, ni pierdes. Dejas de jugar.
Pues nuestra definición del error normalmente nace de un juego finito y lo extrapolamos a la vida, que es un juego infinito.
Y efectivamente, eso está mal.
Porque uno puede meter la pata hasta atrás, pero no haber afectado demasiado al gran curso de las cosas.
Vamos, que equivocar la sal y el azúcar en esa cena familiar no va a darle la vuelta al mundo, ni nada.
Lo siento, de verdad.
No es nada personal.
Y no es que me quiera poner nihilista y decir que en realidad no somos más que diminutas partículas en el universo, sino es que normalmente percibimos las cosas malas peores de lo que son.
Y a veces pensamos que errar es automáticamente fracasar.
Que el fracaso es irrecuperable y objetivo.
¿Pero tú te acuerdas de lo que era imperdonable cuando eras crío?
Ahora te da la risa.
Pues no, el fracaso tiene un amplio componente subjetivo, como la definición de éxito.
Y no, resulta que no lo estamos midiendo bien.
La vida es en realidad un juego infinito. Y pensamos y sentimos que meter la pata una vez es definitivo.
Y nos equivocamos cuando definimos lo que es meter la pata, y lo que significa realmente eso.
Con frecuencia nuestras percepciones pueden no ajustarse a la realidad.
Pero…
La naturaleza humana es la que es
Si te hablaba antes del tiempo era con toda la intención.
Es un concepto fascinante, y estudiarlo a través de las distintas culturas lo es más aún.
A mí me encanta la forma en que los griegos entendían el tiempo. Las formas, debería decir.
Aunque la distinción entre cronos y kairós ha dado para muchas monografías y mucho trabajo hermenéutico, estas dos palabras usadas por los griegos para referirse al tiempo son hoy igual de relevantes que entonces.
Nosotros solo tenemos un tiempo, realmente: este instante.
El pasado ya no lo tenemos. El futuro no lo tendremos nunca.
Solo tenemos el presente.
Y los antiguos lo tenían muy claro. También los estoicos, tanto griegos como romanos.
También nuestra naturaleza es la que es. Y somos seres falibles.
Imperfectos.
No es nuevo, está descrito en cada obra sagrada de cada religión.
La esencia humana es el error.
Pero es más fácil lidiar con él si piensas que tienes más oportunidades, en lugar de pensar que es irrecuperable.
Que solamente tienes el presente y que puedes volver a intentarlo.
Aunque buscaban convertirse en sabios y veneraban a aquellos que consideraban como tales, todos los estoicos eran conscientes de que el camino a la sabiduría era tortuoso.
Marco Aurelio, en sus Meditaciones V.9 se hablaba a sí mismo sobre el error.
Debió ser un mal día:
“No te desazones, ni desfallezcas, ni te impacientes, si no logras comportante íntegramente…”
Epicteto dedica su capítulo/libro 33 del Enquiridión al “saber hacer”.
Y dice:
“Guarda silencio con frecuencia. No digas más que las cosas necesarias”.
Sabía que hablar solía ser garantía de meter la pata.
Así que también aconsejaba prudencia.
¿Qué se puede aprender de ellos? Minimiza la posibilidad de errar y no te fustigues cuando ocurra.
Mañana será otro día.
Recondúcete
Empecé este artículo contándote mi vida también con toda la intención.
Aquella niña que pensaba que todo lo hacía de diez ha crecido hasta el metro setenta y seis y se ha dado cuenta de que esa idea era un poquito complicada.
Y ha cambiado su perspectiva sobre el error.
Primero, le he quitado drama al asunto. Cosa que me ha ayudado también con el síndrome del impostor (de eso hablaré otro día).
Luego, he pasado de ser mi peor juez a mi mejor amiga.
Noemí, no pasa nada si metes la pata.
A veces tengo momentos en los que me acuerdo de aquella vez que la cagué cuando hacía esto o aquello.
Pero repienso, contextualizo y me rindo ante la evidencia: que no fue para tanto.
Que en realidad llevo un camino bastante aceptable a la hora de ser un poquito mejor cada día, y que me siento satisfecha, también con mis errores, y no a pesar de ellos.
Y como reflexiono con frecuencia y echo la vista atrás, detecto fácilmente si son errores que se repiten.
Y si lo hacen, busco remedio. Hago todo lo que está en mi mano para prevenirlos. Sé dónde están cuando se dan situaciones similares.
Y entonces intento parar antes de volver a errar.
Y a base de repetir, reconducir mis conductas.
Porque hay errores que he necesitado cometer varias veces antes de encontrar una manera emocionalmente saludable de evitar.
Y va bien.
No pasa nada.
(Si quieres saber qué habilidad he aprendido a desarrollar para evitar cometer los mismos errores una y otra vez, haz clic aquí)